A DIOS ROGANDO Y ETCÉTERA, ETCÉTERA
Por dios: tengamos la fiesta en paz
En teoría, los argentinos de bien descansan los domingos a la mañana. A no ser que prediquen.Lo recuerdo perfectamente. Estoy en el Mediterráneo, frente a las costas griegas. El velero se mece apaciblemente mientras Naomi Campbell me embadurna de arriba a abajo con protector solar. Despacio, muy despacio... Pero algo, un ruido confuso, me distrae, rompe el encanto, ya no está más la diosa de ébano, su lugar lo ocupa Martín Insaurralde, en cueros. Quiero arrojarme al agua, pero mis movimientos son espantosamente lentos. Más ruidos, Insaurralde se viene al humo, me encomiendo a dios y decido ahorcarme en el palo mayor. Coloco la driza alrededor de mi cuello cuando distingo, claramente, el timbre de casa. Y termino de despertarme.
Todavía confuso abro la puerta. “Alabado sea el señor, hermano”, sacuden al unísono dos muchachas salidas de una película de los 50. Llevan puestos sombreritos, visten trajecito con pollera por debajo de la rodilla y calzan unos zapatos de taco apenas alto. Todo en la gama del gris. Carraspeo, pestañeo y vuelvo a carraspear. “Venimos a traerle la buena nueva de Dios: el salvador está al llegar, tal como estaba anunciado”, dice la más alta, al tiempo que la otra me extiende unos papeles, folletos, revistas y un libro delgado, pero de buena encuadernación. Todavía sin poder articular palabra recibo las publicaciones y recién entonces reparo en que estoy descalzo, en cuero y calzones.
Instintivamente, procuro cerrar la puerta cuando la que me entregó los papeles, cual Javier Mascherano, cruza su zapatito y me impide la jugada. “Hermano, es tiempo de salvación, es tiempo de navidad. ¡Abre tu alma al señor, abre tu corazón, abre la puerta, pedazo de infiel!”. Más por curiosidad que por otra cosa, me someto al par de dominatrices místicas pero es al cuete. Domingo, ocho y cuarto de la mañana, después de un sueño que se vuelve pesadilla, en calzones y con dos bellas devotas en el umbral de casa… No son, claramente, las mejores condiciones para recibir una clase de religión, pero, además, o sobre todo, hay algo que dificulta por completo toda concentración: dentro de su casa, mis vecinos, Petro y Lera, gimen, jadean y ululan, a galope tendido, rumbo al paroxismo.
Indiferentes a todo, dos hombres jóvenes de traje y corbata tocan insistentemente timbre en la casa de mis vecinos. La mañana empieza a espesarse. Las devotas de mi puerta alzan la voz para imponerse a los gemidos, el dúo varonil se prende al timbre de Petro y Lera: los estertores de estos y el ruido del timbre hacen que las muchachas me griten, en un crescendo más que navideño, apocalíptico. Hace entonces su aparición Petro, envuelto en una sábana, desencajado:
- ¡¡Qué les pasa con el timbre, abombaus!! ¿¿No saben que es domingo??
- Hermano, el día del señor está hecho para el recogimiento.
- ¿Recogimiento? ¿Y qué chucha te pensás que estoy haciendo, cara é pingo?
Como un resorte, las dos predicadoras de mi puerta acuden en auxilio de sus cófrades. El amor navideño se ha disipado y algo de Herodes flota en el aire.
- ¡Cuidadito, caballero, que le está hablando a las fuerzas del cielo, dice la más alta.
- ¡Fuerzas del cielo, las pelucas!, retruca Petro. Ustedes son la casta, manga de atorrantas.
Al instante, uno de los apóstoles le pega un bibliazo a mi vecino. Se desata el maremágnum. Petro agarra del cogote a uno de los dos evangélicos. Intento separarlos y me ligo un piñón en un ojo. Enseguida, desde el interior de su casa llega Lera, en bolainas, iracunda y empieza a tirarle de las mechas a las dos de trajecito.
“¡Viva Jesús!”, vociferan los de la biblia.
“¡Viva la libertad, carajo”, se desgañitan mis vecinos.
“Hereje, lúbrico!”, alcanza a decir el que está siendo ahorcado.
“Lubricante, tu abuela”, ruge Lera, mientras le araña la cara.
Enseguida me ligo una piña en el otro ojo.
Ahora estamos todos en una comisaría. Las mujeres en un calabozo, los hombres en otro. A causa de la paliza apenas puedo ver, pero, así y todo, pienso en mi nota para el diario. ¿Qué pasa si cuento este sainete? Difícil que me crean. Menos todavía si resulta que después de la trifulca se ponen de acuerdo mis vecinos y los predicadores, los mileistas y los cristianos, los lascivos y los piadosos. El obligado encierro les permite ver que la lucha es una sola, aunque bifronte: biblia y motosierra, Jesús y Javier, salmos y trolls, a dios rogando y etcétera, etcétera. Entonces, una vez más, el milagro de la navidad se hace presente. Cuando llega el pastor de la congregación, habla con el comisario para liberarlos a todos. Menos a mí. Garabateo estas líneas sobre la sábana de mi vecino, Petro. Si dios quiere, en un rato pasa por la redacción y la entrega. Amén, aleluya.